viernes, 13 de julio de 2012

LA EXCUSA DE LA EMOCION VIOLENTA


Antes de ser condenado a 18 años de prisión por rociar con alcohol y prender fuego deliberadamente sobre el cuerpo de su pareja, Wanda Taddei, las palabras del ex baterista de Callejeros Eduardo Vásquez habrán sonado redentoras: "Soy una persona que no le haría daño a nadie". El filósofo Jean-Paul Sartre le replicaría que la condición humana no se conjuga en modo potencial, sino en el más prosaico indicativo: el hombre no es lo que haría, sino lo que hace. Si la vara para medir nuestros actos es la intención, en lo que a mí me toca escribiría el mejor ensayo jamás escrito. O tocaría un instrumento como Orfeo su lira. O jugaría al tenis como Sharapova. Pero no son las palabras, sino mis acciones las que me comprometen en lo que soy.
Por cierto, todo victimario corre con ventaja: mientras él se impone con su carnalidad rogando, llorando, lamentando incluso lo acontecido, el único testimonio que queda de la víctima es su ominosa y silenciosa ausencia. De allí que las palabras del ex baterista, redentoras o no, no fueron en vano: aunque nuestra doctrina se rige por el derecho penal de acto, los jueces integrantes del Tribunal Oral Criminal N° 20 consideraron un atenuante el afán piromaníaco del condenado ("sus hábitos laborales") y la compulsión a la repetición que signó la vida del agresor. Remedando un risueño ejemplo de falacia extraído de un célebre libro de lógica, el del parricida que antes del veredicto apelaba a la clemencia de los jueces por su condición de huérfano, esta vez fueron los propios jueces quienes invocaron el estrés postraumático sufrido por el victimario tras la tragedia de Cromagnon y "la pérdida de ambos progenitores", "su prolongado compromiso con las drogas y su esfuerzo para superarlo", por citar sólo algunos de los sorprendentes fundamentos alegados en el fallo.
Finalmente, el victimario fue declarado penalmente responsable del delito de "homicidio calificado por el vínculo, atenuado por el estado de emoción violenta", entendida como un estado afectivo en que una perturbación ha hecho perderle al sujeto el pleno dominio de su capacidad reflexiva y disminuir sus frenos inhibitorios, en respuesta a circunstancias externas no provocadas por el mismo sujeto y que lo hubiesen conducido a actuar como actuó.
Invocada en casos de violencia de género, la figura de la emoción violenta es un resabio de sociedades con códigos ancestrales salvajes, en cuyo marco ético-legal la lapidación de una mujer por infidelidad era -y todavía continúa siéndolo- plenamente legitimada por las costumbres que la destinaban como depositaria del honor familiar. En el Estado de Derecho de los países democráticos, esa figura ancestral se fue desligando del honor mancillado. Subsiste como una tipificación que no exonera al criminal de culpa y cargo, pero le atenúa significativamente la pena, atenuante explicable sólo porque persiste vigente aunque enmascarada la premisa de que la mujer es una propiedad del hombre.
De la justificación de la emoción violenta hasta la excusa exculpatoria de casi cualquier crimen puede mediar apenas un paso: a riesgo de justificar legalmente lo moralmente injustificable, el derecho ampara al victimario al disminuir la condena de un sujeto que, por haber actuado sin ser consciente de lo que hacía, es incapaz de recordar los acontecimientos y recién logra conferirles un significado una vez que se vuelve hacia lo que hizo y reflexiona sobre lo irreparable. Sin embargo, ni esa conmoción rayana en la locura ni el reconocimiento tardío signaron al victimario de Wanda, quien en sus primeras declaraciones relató pormenorizadamente su versión de la secuencia de los hechos en flagrante contradicción con las condiciones que justificarían la tipificación atenuada.
Lo más curioso, según señaló el abogado defensor Leonardo Rombolá Molina en una entrevista radial, es que el estado de "emoción violenta" no fue planteado durante el juicio ni por la defensa ni por el fiscal, apenas fue mencionado por la querella para dejar en claro que, precisamente, no se trató de una emoción violenta, sin sospechar que, en un eureka liberador, la exclusión de ese atenuante sería el hallazgo recogido por el tribunal. Pues dado que la pena no se podía mensurar, entonces se sacó de la galera la emoción violenta, refutada no sólo por el testimonio del victimario, sino incluso por las pericias realizadas en el lugar del crimen.
En nombre de la ley todopoderosa que no es, al fin y al cabo, sino una construcción humana que puede responder a intereses ajenos a sus fines, el atenuante desequilibra la balanza entre el daño provocado y la pena merecida: el principio incorporado por las religiones, la cultura y los códigos penales, el mismo que ordena "no matar", es depreciado toda vez que la respuesta a un homicidio es tan piadosa como injusta. Como si esa muerte fuera el desenlace desgraciado de cierta compulsión irrefrenable reprochable, pero, al fin de cuentas, presuntamente comprensible.
Pero no sólo juegan en contra del fallo las razones retributivas -la muerte de una mujer, además de la orfandad real y simbólica de sus hijos y la devastación de sus padres-. Según datos del Observatorio de Femicidios en la Argentina coordinado por La Casa del Encuentro, antes de la incineración de Wanda Taddei se informaban cinco o seis casos anuales, mientras que desde entonces, en dos años, se contabilizaron cincuenta y tres mujeres que murieron incineradas en manos de sus parejas o ex parejas. Hay quien alegará que la replicación del procedimiento letal es deudora de la irresponsabilidad mediática que privilegió la difusión del caso. Pero la contracara de este argumento descalificador es que, gracias a la difusión obtenida, las mujeres desnaturalizaron la práctica y comenzaron a denunciarla.
La directora del Programa de Estudios de Género y Subjetividad en la UCES, Mabel Burin, señaló que "en el femicidio no se trata de emociones: se trata de un sistema de pensamiento, un paradigma de dominio y posesión sobre la otra persona que configura una autorización interna para matar. Y en una cultura patriarcal, donde Ricardo Barreda pudo ser considerado un héroe por matar a todas las mujeres de su familia, un crimen como el de Vásquez se presta a la identificación de otros hombres, ya que «si él pudo hacerlo, yo también puedo»". Desconociendo las conductas miméticas de los victimarios, en lugar de hacer de la pena una pena ejemplar, los jueces invocaron una figura legal que, lejos de ejercer un papel disuasorio, es una invitación a la repetición.
Desde hace unos meses, en el Congreso se debate, como una agravante del homicidio, la figura del femicidio definido como el crimen hacia una mujer cuando hubiese sido cometido por un hombre y estuviese de por medio violencia de género. Pero el proyecto legislativo, de concretarse, no es suficiente. Se necesita, además, que los operadores jurídicos acompañen la sanción social con el firme propósito de que las reformas legales no sean meras declaraciones o letra muerta avasallada por interpretaciones arbitrarias.
Por cierto, los jueces, como representantes del Estado, resguardan su derecho a aplicar la pena jurídica por el delito, prerrogativa del Estado. Pero las víctimas, las víctimas colaterales y la sociedad toda, pueden reclamar el derecho a que sea impuesta la pena debida sin atenuantes tenuemente fundamentados. Y no se trata de un juego de palabras: ellas condensan la omnipotencia de una ley que, malabarismos mediante, todo lo puede.

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